Animales narrativos

La insultó con furia y ella permaneció en silencio.  La puteó hasta que se quedó sin palabras y ella pareció dibujar una sonrisa.  Pudo golpearla, empezar con un cachetazo y sentir su cara, que ya conocía el ardor del impacto bajo la palma de su mano, pero ella no iba a llorar ni pedir perdón, en cambio lo iba a desafiar nuevamente con la mirada firme, pero esta vez masticando bronca, sin cederle el lugar de macho, que no supo ganarse antes y menos lo iba a lograr a los golpes. Él sabía, que después de ese cachetazo, le tendría que bajar otra vez la mano, y ya no iba a ser para descargar su furia, sino para domarla, para que deje de mirarlo así. Otra vez bien desde arriba y con el puño cerrado, apuntándole al pómulo, para cortarla, para que se tenga que levantar del piso tocándose la cara, confirmando con la mano llena de sangre que esta vez dolió de verdad, pero ella no  iba a decir nada, si podía soportar el golpe, se iba a reincorporar, otra vez delante de él, limpiándose la mano en la remera, y se iba a quedar parada, entonces él no lo soportaría, ya no podría empujarla o arrastrarla de los pelos para hacerla reaccionar, le iba a tener que volver a pegar, más fuerte, ya cegado, llenándose las manos de sangre, sin medirse, sin reconocer el limite donde ella ya no podría hablar por mas que quisiese, por más que el miedo le hubiese ganado el corazón, por más que entendiese que se iba a morir golpeada.  Comprendía que no se iba a poder frenar, que si la sometía a golpes, no le iba a poder dar la oportunidad de hablar o llorar, para seguir viviendo, para traerlo de vuelta desde ese lugar a donde lo empujó durarte tanto tiempo, y ahora lo llevaba un paso mas adentro, sosteniéndole la mirada después de los insultos y preparando la cara para ese primer cachetazo que ella sabía que iba a venir.

Tiempo atrás, ella lo conoció como un escritor borracho, que solo abría la  boca para mentir, uno que jamás había intentado publicar nada, aunque le gustaba escuchar hablar de sus cuentos, que solo permanecía sobrio dos horas a la semana para asistir a un taller literario, donde ya no le cobraban por asistir. Nadie duraba más de unos meses a su lado. Si no estaba tomando, estaba escribiendo y la mayoría de las veces tomaba para escribir. Podía estar una noche entera frente al teclado sin parar, sosteniéndose la cabeza con la mano, para no rompérsela contra el escritorio y de repente pararse, ir a buscarla al sillón, borracho, oliendo a cigarrillo y de mal humor, porque no encontraba un cierre como la gente para un puto cuento, y sacarle la ropa con fuerza, como si necesitara llegar hasta su cuerpo con urgencia, y cojerla ahí en el sillón como lo hubiera hecho algún dios olímpico, llenándola de orgasmos y deseos, tomándola no por placer, sino para descargar eso que le estaba quemando el pecho y no lo dejaba escribir.

Ella, siempre tan abocada a repetir su pasado, no tuvo otra opción más que enamorarse, soportó sus desprecios, sus abandonos, lo soportó borracho sobre ella más que de cualquier otra forma.  Jamás le pidió que cambie, la irritaba a veces cuando la ridiculizaba, pero la atraía el canibalismo, sentía que podían devorarse uno al otro en cualquier momento, se podían dar tanto placer como dolor, ella sostuvo en él todo su pasado, pudo por primera vez responder las agresiones, ya no era quien se tiraba a llorar en un sillón prestado cuando la abandonaban en un bar, lo embestía con la misma fuerza y él le permitió quedarse a su lado, ya no precisaba otra mujercita que se obnubile con el escritor y se ponga a llorar con la primer infidelidad.  Pero él quebró una regla del juego, dejó de verla como a las otras y comenzó a escucharla, a buscarle un sentido a esas palabras que nadie se había atrevido a decirle, “Cagón, no dejás de ir a ese taller de mierda porque es en el único lugar donde sabés que te van a alagar tus cuentos, por qué no los llevas a una editorial, por qué no los mandas a un concurso, si no te importa lo que escribís, para que carajo vas a un taller, que tenés miedo a que te digan que es una mierda lo que escribís.”  Pasó toda una noche despierto y en silencio, mirándola desnuda en la cama, de madrugada el alcohol iba cediendo y las palabras se hacían más pesadas, se quebró, contuvo unas lagrimas para que solo la noche supiera que había llorado,  vació unas botellas de whisky en la pileta de la cocina y se acostó a su lado, la besó todavía dormida y le prometió cambiar.  Esa fue la última noche que pudo escribir.

Sobrio, pensaba antes de hablar, seducía antes de coger. Imprimió todos los cuentos que encontró y armó  dos libros y los envió a unos cuantos concursos.  En unos meses, dos editoriales querían publicarlo. Junto a ella decidió cual sello lo iba a editar, la acorraló hasta que la obligó a mudarse con él, pero ella se aburrió antes de empezar.  Pudo haberle dicho que no, ya no te quiero, pero se calló.  Jugó un juego a su lado que nunca antes había jugado con nadie, la estabilidad y la razón eran partes de las reglas, y ella no supo perder.
Comenzó a provocarlo, a salir y a volver borracha, con alguna botella en la mano y se derrumbaba sobre la cama a carcajadas. Nunca le decía donde había estado, él mejor que nadie podía comprenderla. Le sacaba la botella de la mano y la escondía en la alacena, la desvestía y la llevaba a la ducha, ella se sentaba en la bañadera, y se irritaba a un más cuando él decía te amo, ya vas a salir de esto, juntos podemos.  Lo echaba del baño y golpeaba con fuerzas los azulejos todavía embriagada.  Ella era dama de compañía en las borracheras de los hombres que pasaron por ella, nunca fue quien prometía un trago más después de un vomito.  No pudo sostener por mucho tiempo sus salidas, su hígado no estaba tan entrenado, y él jamás la soltó.  Lo aborreció por eso, por no dejarla, se odió por no poder dejarlo, sabía que él la amaba, que siempre iba a estar pero esa seguridad la ahogaba, la estabilidad la disminuía y no comprendía como se hacía el amor.  Ella solo tenía su instinto animal, se había criado en la selva, bajo un padre golpeador y el cautiverio la estaba quebrando, nunca tuvo miedo a morirse en ningún exceso, pensaba en presente, comía cuando tenía hambre, cogía cuando tenia ganas, pero tuvo miedo por primera vez de su futuro, de amoldarse a una vida que no la abarcaba, de que un día olvidasen abierta la puerta del departamento y ella no tuviese la valentía para salir.
  
En unos pocos meses, el silencio se adueño de ella, los excesos y las noches, habían quedado del otro lado de la puerta, parecía amoldarse a la vida que tanto la asustaba, al compromiso que no quería aceptar, pero en realidad estaba latente, sin que ella misma lo supiese. 
Fue disminuyendo el diálogo, por momentos llegó a comunicarse solo por monosílabos, si, no, que, vos o a veces por frases muy cortas, que pelotudo sos,  yo no, ¿ya llegaste?  No me hables.  Él pensó que se desbordaba, se mintió creyendo que tanto rencor, solo era producto de su abstinencia al alcohol, no quiso verlo de otra forma.  Él jamás la obligó a encerrarse en el departamento, creyó que era un intento de ella por controlar sus excesos.  No entendió, que ella experimentó por primera vez con él, la contención y la seguridad de una pareja, que ella íntimamente sabía que no podía devolverle lo mismo, que el cautiverio la seducía a estacionarse, pero que su instinto la obligaba a correr y ella no tenía más opción que quedarse a odiarlo.

El primer libro salió a la venta, él por fin tenía la claridad suficiente para sentirse orgulloso de lo que había logrado y tuvo la necesidad de compartirlo, pero ella ni siquiera había ido a la presentación. Esa noche en la bodega del Tortoni, entre amigos y algunos pocos periodistas que había traído la editorial,  comprendió lo solo que estaba, alguien le preguntó sobre lo que estaba escribiendo ahora y él tuvo que mentir, dijo que estaba trabajando sobre un segundo libro, cuando en realidad ya lo tenia escrito,  cuando hacía meses que no escribía una sola palabra, y pidió que solo le preguntasen sobre el libro publicado.  Volvió del Tortoni, caminando solo hasta el departamento, pensaba en por que había dejado de tomar, siempre creyó que fue por ella, pero cruzando Plaza de Mayo comprendió que ella no era como esas otras que lloraban por su mal trato, que le pedían a gritos que cambie, ella era distinta, era en realidad igual a él y tuvo miedo, porque si algo conocía muy bien era a él mismo.  Al llegar la despertó, por primera vez le preguntó donde había estado esas noches cuando salía, ella no dudo en responder, cogiendo, le dijo, se sintió un idiota, que ya sabía la verdad pero que no se atrevía a verla.  Tantas otras veces él había dicho lo mismo, con la misma franqueza sin importarle a quien le partía el corazón en dos, que terminó por confirmar su teoría de que eran iguales, dos animales de la misma raza, pero uno domesticado y el otro todavía peleando por volver a la selva.  Y reaccionó insultándola con furia, ella, permaneció en silencio.  La puteó hasta que se quedó sin palabras y ella pareció dibujar una sonrisa.  Pensó en lastimarla, pegarle con ira, pero no se atrevió, fue a la cocina, buscó una de las botellas de whisky que había olvidado escondidas en el fondo de la alacena, tomó un gran trago sin respirar y comenzó a escribir.

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